CAPITULO CUATRO: LA TRADICIÓN DE HAWÁI

Presentación

En el capítulo anterior, conocimos cómo los viajeros polinesios viajaron a lo largo y ancho del océano Pacífico llevando su cultura. Así llegaron al archipiélago de Hawái. Desde los inicios de esta civilización, aproximadamente en el siglo IV A.C. ellos se compenetraron de tal forma con el mar que los rodeaba, que elevaron el arte de surcar las olas a ser una actividad cotidiana de gran difusión social. Los hombres, las mujeres y los niños se volvieron adictos a las olas, eran una progenie hedonista.

 

Es probable que, como en el caso del antiguo Perú, los primeros tablistas hawaianos descubrieran por si solos el placer de correr las olas. Quizás se trataba de pescadores que, habituados a las duras jornadas marinas, encontraron en las olas una fuerza motriz capaz de impulsar sus embarcaciones hasta la orilla. Pero es necesario admitir que, entre las inmensas canoas con apoyo flotante fuera de borda (outrigger canoes) y las primitivas tablas hawaianas, tuvo necesariamente que existir un eslabón, un punto intermedio que, como hemos propuesto en los capítulos anteriores, podría haber sido el tup o caballito de totora peruano.

La era épica de Hawái

Como buenos descendientes de los polinesios, los hawaianos se regían por un sistema de clases y castas. La clase gobernante (compuesta por toda la gente que estaba emparentada a la nobleza y al rey), y la clase gobernada (conformada por el resto de los hawaianos). Durante siglos, la clase dominante gozó del privilegio de utilizar las playas que se consideraban las más hermosas o apropiadas para la práctica ritual del arte de surcar olas y además, sólo ellos podrían acceder a cierto tipo de madera llamada Koa o Wili Wili, con la que se construían las mejores tablas. Por este motivo, el arte de surcar olas era considerado el deporte de los reyes, y se convirtió en una parte fundamental de la vida de la realeza hawaiana.

 

Aunque los nativos comunes no tenían acceso a las mejores playas ni a los mejores materiales para construir sus tablas, esto no impidió que ellos practicaran el deporte con el mismo grado de satisfacción: utilizaban tablas más pequeñas y de madera más pesada, pero se las arreglaron para desarrollar sus habilidades en las playas que les correspondía. En Hawái, la imagen de un hombre bajándose una ola era tan familiar como la imagen de un hombre pescando, navegando o llevando a su casa los alimentos luego de un día de pesca.

Historia de Uri y Paiea

La costumbre que tenían los antiguos nativos hawaianos de surcar olas, la sabemos gracias a las leyendas y canciones populares que fueron recogidas y escritas por los viajeros europeos de principios del siglo XIX. La más interesante de esas historias cuenta la vida de Uri, un humilde pescador de Maui.

 

Desde muy joven, Uri destacó como un excelente tablista, y su fama se extendió por el archipiélago hasta que el rey de Laupahoehoe, cuyo nombre era Paiea, supo de sus habilidades. Paiea se preciaba de conocer todas las playas en las que reventaban buenas olas, especialmente una llamada Hilo. Se trataba de una ola gigantesca que nadie se atrevía a correr, excepto Paiea. No pasó mucho tiempo para que Paiea retara abiertamente a Uri, para saber cuál de los dos tenía la supremacía en el arte de vencer las mejores olas de la isla. El desafío no se limitaba a una simple competencia amistosa para ver quién era el mejor; nada de eso. En aquellos días, el nativo que fuera capaz de dominar las gigantescas olas con mayor destreza, podía fácilmente reclamar el reinado de las islas.

 

Así que, cuando Uri y Paiea tomaron sus tablas y se arrojaron a las aguas tempestuosas de la secreta playa de Hilo, el reino de las islas de Hawái estaba en juego. Paiea contaba con ganar la competencia no sólo porque se consideraba más diestro que Uri, sino porque hasta entonces él había sido el único en dominar las terribles olas de la playa elegida, mientras que Uri se enfrentaba por primera vez a la rompiente para él desconocida, plagada de rocas y arrecifes ocultos que formaban turbulencias letales. Como si se tratara de la gran final en uno de los campeonatos modernos de tabla, la orilla de la playa estaba llena de nativos, la mitad de los cuales apostaban por Uri mientras que el resto lo hacía por Paiea.

 

Dice la leyenda que el mar nunca estuvo tan furioso como entonces, y que desde la orilla podía verse como las olas cubrían la mitad del cielo al levantarse. Paiea tomó la primera ola y sorteó los arrecifes diestramente hasta llegar, luego de un vertiginoso recorrido de media milla, a la orilla de aguas tranquilas. Cuando llegó su turno, Uri tomó una ola descomunal, descendió por ella con la velocidad de un rayo e hizo un quiebre poderoso que lo colocó en medio de una gigantesca caverna de agua celeste. Los nativos, que nunca habían visto a un tablista meterse en un tubo de semejantes dimensiones, temieron por la vida de Uri, pero un poderoso estallido de satisfacción brotó de sus gargantas cuando vieron que Uri, luego de haber recorrido unos cien metros dentro del tubo, salía disparado de este por la fuerza detonante de un poderoso spray de agua.


Mujeres hawaianas corriendo olas sobre tablas de madera. Ilustración del estadounidense Charles Warren Stoddard’s (1873).

 

El mismo Paiea, que en ese preciso momento se hallaba remando de vuelta a la rompiente, pudo ver a su rival surcando el enorme canal de agua, y supo que tenía que hacer algo al respecto si no quería ser derrotado. Minutos después, Uri y Paiea se encontraban nuevamente en la rompiente, esperando la siguiente serie de olas. La marea había empezado a bajar y por todos lados asomaban temibles peñascos que amenazaban de muerte al que eligiera una ola que lo llevara a estrellarse. Los nativos de la orilla contemplaban la escena en silencio, hasta que vieron levantarse una mole de agua en la rompiente, y vieron cómo Uri y Paiea la tomaban simultáneamente. Las impresionantes dimensiones de la ola obligaban a los rivales a mantener el equilibrio milagrosamente, pero Paiea empezó a cerrarle el paso a Uri, buscando que éste se estrellara contra unos peñascos sobre los cuales las olas se despedazaban formando fatales remolinos. Uri sabía que no podía soltar su tabla sin correr el peligro de ahogarse o terminar deshecho en los puntiagudos arrecifes, así que se mantuvo en la ola siguiendo la fatal dirección a la que Paiea lo empujaba. Cuando estaban a pocos metros del fatídico roquedal, Uri hizo un quiebre extraño, giró en 90 grados la dirección de su tabla y pasó por encima de la cabeza de Paiea, librándose de la trampa mortal. Paiea, asombrado por la insólita maniobra, apenas tuvo tiempo de corregir el rumbo de su tabla, y pasó rozando el peñascal, mientras Uri, victorioso, efectuaba una serie de maniobras increíbles que desataron la emoción de los nativos. Cuando ambos llegaron a la orilla, Uri fue levantado en hombros; en cuanto a Paiea, todos los nativos habían visto que había tratado de llevar a la muerte a su rival, así que lo sujetaron en la orilla y arrastrándolo de mala manera, lo quemaron vivo en una hoguera. Desde entonces, Uri se convirtió en el rey de los hawaianos.

 

Historias como ésta abundan en la tradición oral hawaiana, y gracias a ellas podemos reconstruir la tremenda importancia que el arte de surcar olas y el dominio de las mismas supuso en esta sociedad regida por fuertes diferencias sociales, muchas de ellas ligadas íntimamente a la historia del he´enalu, como se llamaba en el habla hawaiano al arte de surcar olas.

La llegada del Capitán Cook

En enero de 1778 el explorador inglés James Cook llegó a las islas de Hawái y las bautizó con el nombre de Islas Sándwich. Es trascendente añadir que ya en el siglo XVI los navegantes portugueses y españoles visitaron este archipiélago. Los españoles le pusieron el nombre de Islas del Rey en 1543. Lo que James Cook vio desde la proa de su embarcación, ha sido uno de los más asombrosos encuentros de las culturas remotas, con el mundo occidental: “Las olas, que revientan a unos 20 metros de la costa y fluyen a lo largo de la bahía, estallan con increíble potencia. Para los nativos, las tormentas o las extraordinarias marejadas que azotan las costas son las mejores ocasiones para desafiar la furia del mar. Veinte o treinta nativos toman consigo una especie de tablas largas y delgadas, de punta redondeada, y se adentran en el mar salvaje. No todos logran sortear el embate furioso de las olas, y muchos son literalmente tragados por ellas en su intento de llegar a la reventazón. Y cuando lo hacen, se recuestan sobre sus tablas y esperan la nueva serie de olas. Entonces, escogen la más grande de todas y reman hacia la orilla, para luego pararse sobre sus tablas y desplazarse a velocidades vertiginosas”. James Cook fue el primer inglés en contemplar semejante espectáculo, así que no resulta difícil imaginar cuán impresionado debió quedar. Allí estaban los hawaianos, enfrentándose a las olas más grandes con el simple auxilio de un frágil pedazo de madera, la protección de sus dioses y su experiencia de expertos hombres de mar.

 

Entre 1790 y 1810 las islas fueron unidas políticamente bajo el liderato de un rey nativo, Kamehameha I, cuyos cinco sucesores —de igual nombre, Kamehameha— gobernaron el reino desde su muerte, en 1819, hasta el final de la dinastía, en 1872. A principios de 1819, el Consejo de Comisarios para Misiones Exteriores, creado por los congregacionistas de Nueva Inglaterra, envió a Hawái once grupos de misioneros, los cuales impusieron su estilo de vida, moralidad y culto en todas las islas del archipiélago. Con la llegada de los misioneros europeos, el arte de surcar olas decayó considerablemente. Los cristianos creyeron interpretar un sentido pagano en las inocentes actividades marinas de los nativos, e impusieron una suerte de prohibición para que los hawaianos dedicaran todo su tiempo a la religión y a la escuela. Durante siglos, los hawaianos se habían deleitado corriendo olas y la llegada de unos extranjeros no pudo evitar que, en círculos secretos y en ocasiones muy privadas, los nativos mantuvieran el arte de surcar olas.

 

Estos misioneros compartían el estupor de James Cook al ver cómo los nativos se enfrentaban a las gigantescas olas, y rápidamente asumieron que la práctica de correr olas era perjudicial para la divulgación del cristianismo. Para ellos, la tabla hawaiana era un ritual pagano, muy ligado al placer y a la adoración de los dioses nativos, así que impusieron leyes con las cuales prohibieron a los nativos hawaianos la práctica de su deporte favorito. Este prejuicio, el de pensar que detrás de la tabla hawaiana se escondía una suerte de adoración a los dioses paganos, se vio acentuado por el horror que sentían los europeos de entonces a la idea de tomar baños de mar.

 

Antes de descubrir el Nuevo Mundo, Europa se encontraba asolada por pestes y enfermedades epidémicas. Consideraban que bañarse en el mar era la manera más segura de que las enfermedades se propalaran. Estos misioneros, que estuvieron a punto de lograr que la tabla hawaiana desapareciera de la faz de la tierra, no pudieron dejar de sentir horror al ver que los nativos se pasaban horas enteras en el agua, prácticamente desnudos, lo cual significaba que la práctica de la tabla equivalía a aumentar los riesgos de adquirir enfermedades.


Pobladores locales de la playa Waikiki corriendo olas sobre sus sólidas tablas de madera en 1932. Su pasión por el surfing mantuvo viva la tradición y la convirtió en un deporte de fama mundial.

 

El renacimiento

A medida que la influencia de los misioneros europeos empezaba a declinar, la práctica de correr olas empezó a renacer en Hawái. Entre los finales del siglo XIX y principios del siglo XX, los isleños se reconciliaron con el regalo divino de las olas, y gracias a algunas tablas antiguas que se guardaban en lugares consagrados a la conservación de objetos sagrados de la cultura hawaiana (como el Bishop Museum) el arte de correr olas empezó a renacer. La playa que mayores aportes dio con respecto a la tabla hawaiana, fue definitivamente Waikiki, situada en la isla de Oahu. Allí, los nativos resucitaron el ritual marino, y más importante aún, entre las alegres y explosivas olas de Waikiki, los mestizos, hijos de europeos y nativos, tuvieron un primer e inolvidable contacto con una de las experiencias más sublimes que le ha sido dado al hombre conocer: el placer de correr una ola en pleno mar abierto.

La historia de George Freeth

Uno de los primeros mestizos en practicar la tabla hawaiana fue George Freeth. Hijo de un aventurero irlandés y una princesa hawaiana, George nació en 1883 en Hawái. Cuando apenas contaba con 16 años de edad, aprendió por cuenta propia a correr olas utilizando una tabla de cinco metros de longitud, que le había sido obsequiada por su tío, uno de los príncipes de la realeza hawaiana. Actualmente esta tabla se atesora en el Bishop Museum de Hawái.

 

En 1907, Freeth fue invitado a la playa Redondo, en California, para hacer una demostración pública del “arte hawaiano de correr olas”, como parte de las festividades programadas para inaugurar el ferrocarril que unía Redondo con Los Ángeles. La pericia esbozada por George Freeth en aquella legendaria exhibición, animó a los empresarios de la próspera empresa que regentaba la playa Redondo a contratarlo como salvavidas, para que protegiera a los incautos bañistas que, dejando atrás siglos de prejuicios, empezaban a disfrutar los placeres de bañarse en el mar. De esta manera, George Freeth introdujo la tabla hawaiana al continente norteamericano, ya que, entre rescate y rescate, siempre se las arreglaba para correr algunas olas y despertar la admiración de las mujeres y la envidia de los hombres. Antes de morir, había salvado más de 78 vidas humanas, y había sido seleccionado para formar parte del equipo de natación que representaría a los Estados Unidos en las Olimpiadas.

Un paraíso en Waikiki

La práctica de correr olas empezó a hacerse cada vez más popular en Norteamérica, y muchos tablistas recorrían las costas de California en busca de playas. Pronto, los norteamericanos descubrieron que Hawái era el paraíso natural para la práctica de este novedoso pasatiempo acuático, y convirtieron a la isla en el lugar ideal para pasar las vacaciones. A partir de ese momento, Hawái experimentaría un cambio sin precedentes ya que, de la noche a la mañana, se convirtió en la paradisíaca isla que todos querían conocer. Para albergar a las oleadas de turistas que llegaban en busca de emociones fuertes, muchos hoteles fueron construidos en Waikiki, en perfecta armonía con las interminables filas de palmeras que servían de marco a los isleños corriendo las espectaculares olas.

 

Cuando los turistas llegaban a la isla, eran recibidos con guirnaldas de flores, melodías emitidas por ukeleles, danzas exóticas, tragos afrodisíacos y, sobre todo, entraban en contacto con la belleza salvaje y exuberante de una isla en la que el tiempo parecía haberse detenido. Hoteles famosos como el Moana y The Royal Hawaiian, se llenaban de turistas cuya principal fascinación se dirigía a los mismos nativos que, dos siglos atrás, deslumbraron a James Cook deslizándose sobre las olas milagrosamente.


El clan Kahanamoku en playa Waikiki. Se aprecia a Duke junto a sus hermanos y a la izquierda a un amigo tablista.

 

El gran Duke Kahanamoku

Duke Kahanamoku nació el 24 de agosto de 1,894 en Honolulu, y creció con sus hermanos en Waikiki, nadando como verdaderos peces y corriendo olas con una elegancia y seguridad majestuosas. Aquel joven salvavidas, que las turistas veían con extrañeza y fascinación, era un hombre excepcional, y estaba destinado a convertirse en uno de los más grandes deportistas de todos los tiempos. Cuando la industria turística se consolidó en Waikiki, Duke y sus hermanos fueron contratados como “beach boys”. Tenían que pasar más de ocho horas diarias en el agua, atendiendo a los bañistas, vigilando sus torpes movimientos, enseñándoles a tomar una ola y eventualmente, rescatándolos de morir ahogados. Como resultado de este trabajo, los hermanos Kahanamoku se convirtieron en nadadores expertos y en tablistas excepcionales, capaces de crear maniobras cada vez más audaces y elegantes. Como correr una ola de espaldas a la orilla, pasarse de una tabla a otra en pleno movimiento, avanzar a derecha o izquierda según reventara la ola, y ensayar el popular estilo tándem, que por entonces era practicado en compañía de un perro o, si había suerte, junto a una escultural turista.

Días de leyenda

Duke Kahanamoku empezó a correr olas en 1910 a la edad de dieciséis años, cuando rescató una tabla de tres metros de largo de un santuario hawaiano. Ya entonces era conocido como uno de los mejores nadadores de la isla, pero su ascenso a la gloria empezó al año siguiente, en 1,911 cuando participó por primera vez en competencias de natación y rompió tres marcas olímpicas de estilo libre en la bahía de Honolulu. Esta primera hazaña deportiva hizo que el mundo volviera los ojos hacia la figura del joven hawaiano, quien fue invitado a participar en las Olimpiadas de Estocolmo, Suecia.

 

Duke llegó a las justas olímpicas de Estocolmo e impresionó al mundo entero al adueñarse de una medalla de oro, luego de imponer un nuevo récord mundial en la competencia de 100 metros libres, y ganar además, una medalla de plata al quedar segundo en la carrera de 4 x 200 metros en postas. Con estos dos sólidos triunfos, Duke empezó a sentar las bases de su propia leyenda. En el regreso a los Estados Unidos, distinguió un oleaje favorable y sacó su tabla del barco, pues siempre viajó con ella, e introdujo el deporte de la realeza hawaiana en la Costa Este. Esta sería una de sus primeras acciones como Embajador Hawaiano (título con el que se le conoció en adelante) ya que desde entonces Duke se encargó de divulgar la tabla hawaiana en el mundo.


En sentido horario: Duke Kahanamoku en playa Waikiki. Fotografía dedicada a Felipe Pomar, donde se aprecia a Duke corriendo olas en Diamond Head, Hawai. Felicitando a Pomar por haber ocupado el tercer puesto en Sunset Beach (1965).

 

En 1918 se embarcó en una gira que lo llevó a recorrer los Estados Unidos, organizando demostraciones públicas de natación con el propósito de reunir fondos para ayudar a la incursión norteamericana en la primera guerra mundial. Poco a poco, su fama iba rompiendo las fronteras, y el nombre de Duke Kahanamoku empezaba a hacerse sinónimo de la fortaleza y vigor de los hombres de Hawái. En 1920 Duke recibió la visita del Príncipe de Gales, quien viajó exclusivamente a Hawái para conocerlo. En esta ocasión, Kahanamoku se encargó personalmente de enseñarle al príncipe los secretos del arte de correr olas, y luego de una prolongada estadía, el joven heredero de la corona de Gales declaró que había pasado los momentos más gratos de su vida. La tabla, el pasatiempo de la antigua realeza hawaiana, empezaba a seducir a los miembros de la realeza europea. Durante las Olimpiadas de Antwerp, celebradas en 1920, Duke participó en las competencias de natación y obtuvo dos nuevas medallas de oro. En la competencia de 100 metros libres y en la competencia de 4 x 200 metros en postas. Duke tenía 30 años y se reafirmaba como el nadador más veloz y resistente del mundo.

 

En 1925 Duke Kahanamoku fue aclamado como héroe nacional en los Estados Unidos luego de rescatar a siete pescadores cuya lancha se había volcado en la entrada del puerto de Newport. En 1929 durante una gigantesca crecida que desató la furia del mar de Hawái, Duke realizó una hazaña mítica al atrapar una ola descomunal mar adentro, en Waikiki, y establecer la más larga distancia alguna vez corrida sobre una tabla hawaiana. Además de ser el nadador más veloz del mundo y el Embajador Hawaiano, Duke se convertía de esta manera en el padre de todos los corredores de ola grande. En 1932 cuando Duke tenía 42 años, participó en las Olimpiadas de Los Ángeles y se adjudicó una medalla de bronce compitiendo junto al equipo de water polo de los Estados Unidos.

 

Sus hazañas lo habían convertido en una leyenda viva, y de todas partes del mundo llegaban a Hawái personas que, interesadas en aprender los rudimentos de la tabla hawaiana, tuvieron el placer de conocerlo en persona. Uno de ellos, fue el tablista peruano Carlos Dogny Larco, quien aprendió a correr olas con el Duke en las olas de Waikiki. En 1965 se organizó el primer campeonato invitacional Duke Kahanamoku Surfing Classic, en Sunset Beach. Evento que se convertiría en una competencia anual que juntaba a los 24 mejores exponentes de la tabla mundial elegidos mediante una encuesta y que se realizó hasta el año 1984. Allí concursaron Felipe Pomar, Sergio Barreda, Ivo Hanza, Oscar Malpartida y Fernando Ortiz De Zevallos. En 1968 muere el gran Duke Kahanamoku en Waikiki, a la edad de 77 años. Sus cenizas fueron ofrecidas al mar, siguiendo un antiguo ritual hawaiano.